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El pasado 19 de enero se cumplieron 277 años del nacimiento, en 1736, de James Watt. En conmemoración de dicha efeméride reproducimos a continuación el artículo sobre su vida y obra escrito por el Dr. Luis Vega Martín, Profesor Titular de Física Aplicada en la Universidad de La Laguna y miembro del Aula Cultural de Divulgación Científica. El artículo se publicó en el periódico Diario de Avisos de Santa Cruz de Tenerife y está disponible en su formato original en la sección “Biblioteca” de esta página web:
Se suele pensar en el siglo XVIII en Europa como un mundo de hermosos carruajes tirados por caballos, en los que viajaban elegantes señores vestidos con ricas telas y pelucas empolvadas y mujeres con amplios trajes, que viajaban de sus mansiones en las ciudades a sus posesiones en el campo. Lo cierto es que, en el mejor de los casos, así vivía una fracción ínfima de la población, mientras la enorme mayoría, incluso en la avanzada Gran Bretaña, lo hacía en niveles de vida muy poco por encima de la supervivencia, con enormes problemas sanitarios y unas durísimas condiciones laborales. Más del noventa por ciento de los mortales residían en el campo. Las ciudades y los pueblos estaban esencialmente aislados, pues los medios de comunicación eran escasos y caros. Todo esto cambió de forma radical en menos de un siglo en virtud del ingenio de un escocés nacido en Greenock, el 19 de enero de 1736, de nombre James Watt.
En el taller de carpintero de su padre adquirió la destreza en el manejo de los instrumentos que tanto le serviría a lo largo de su vida. En 1753 falleció su madre, y acuciado su padre por problemas económicos fue enviado a Glasgow para aprender el oficio de constructor de instrumentos matemáticos. A través de un profesor de Filosofía Natural -Física- de la Universidad de Glasgow, pariente de su madre, entró en contacto con otros profesores, llamando especialmente la atención Robert Dick, que le sugirió trasladarse a Londres para formarse.
En 1755 partió hacia Londres donde se encontró con un gremio de relojeros, al que pertenecía el de constructores de instrumentos, de marcado corte medieval, que exigía siete años de aprendizaje para adquirir el grado de maestría e impedía a los forasteros trabajar o abrir negocios en la ciudad. Apenas consiguió un contrato de aprendiz en un taller en el que no dejó de asombrarle la especialización de los artesanos: “muy pocos saben algo más que cómo hacer una regla, otros un compás, (...)”. De todos aquellos especialistas aprendió Watt durante su estancia en Londres. El miedo a las frecuentes levas y las escasas perspectivas profesionales le hacen retornar a Escocia.
Pero en Glasgow la situación de los artesanos no era mucho mejor. Será gracias a los contactos familiares como consigue que la Universidad le permita montar un taller de reparación de instrumentos, ya que en ella no regían los privilegios gremiales. Entra en contacto y amistad con el profesor de Medicina James Black, inmerso por entonces en los estudios que le llevarían a descubrir el calor latente, el necesario para producir cambios entre los estados sólido, líquido y gaseoso. Esta amistad sería decisiva para Watt.
En la Gran Bretaña del siglo XVIII el combustible primario era el carbón que se extraía con enorme esfuerzo de las minas de Gales. Éstas, a medida que se van excavando, se llenan de agua, lo que encarece la extracción y acababa por hacerla imposible. Para solucionar el problema se sacaba el agua con artefactos movidos por tracción humana o animal. Thomas Savery, en 1698, había diseñado una máquina “de vapor” para bombear el agua en las minas. En esencia la máquina actuaba aprovechando el cambio de volumen de la transformación de líquido a vapor del agua, para generar un vacío que hacía mover la bomba. En 1712 Thomas Newcomen perfecciona la máquina de Savery y es su diseño el que durante más de 50 años haría viable la explotación minera. Pero la máquina de Newcomen tenía un rendimiento ridículo: mucho menos del uno por ciento del calor generado se utilizaba, efectivamente, en subir el agua. Hacía falta una enorme cantidad de carbón y de agua para operarla.
En 1758 llevan a la Universidad de Glasgow una máquina de Newcomen para repararla y el trabajo se lo encomiendan al habilidoso Watt, que no se limita al encargo. Estudia minuciosamente todos los mecanismos y sobre todo la transferencia de calor entre las diferentes partes del artefacto. Establece sin género de dudas que casi el ochenta por ciento del calor generado se pierde en calentar el pesado émbolo, gasto inútil para provocar movimiento. Tras muchas pruebas y experimentos diseña una cámara separada del resto de la máquina para la condensación del vapor. Esa genial intuición, aparentemente trivial, cambiaría el mundo. Tras añadir toda una suerte de mecanismos nuevos, como reguladores de presión, o conversores de movimiento circular a lineal, Watt dispone de una máquina cuyo rendimiento es más de veinte veces mayor que la de Newcomen.
Watt es menos un hombre de ciencia que un comerciante. Percibe con claridad las implicaciones económicas de su descubrimiento y tras diversas vicisitudes se asocia con el industrial Matthew Boulton, patentando en 1769 su máquina. Cuando en 1800 termina el periodo de validez de la patente será un hombre rico e inmensamente reconocido tanto por sus nuevas mejoras como por el celo con que protege sus derechos comerciales.
La máquina de Watt transformó las relaciones de producción. Pronto salió del ámbito minero para mover la industria textil, superó las fronteras británicas para saltar a Europa y después a América. La máquina ahorraba animales y hombres, y movía las fábricas que se multiplicaron demandando mano de obra que se traslada a las ciudades. Pronto es capaz de mover ferrocarriles que trasportan personas y mercancías, posteriormente moverá barcos. El mundo cambiará como no lo había hecho desde el Neolítico.
Una parte de esto lo verá James Watt, convertido en un rico burgués, miembro destacado de la Sociedad Lunar, prestigioso club de Birmingham en el que se reunían las noches de Luna llena notables personajes del mundo de la ciencia y la industria. Allí murió el 25 de agosto de 1819.
Figura: James Watt (1736-1819) y su máquina en un sello de correos de Cuba de 1996. La imagen de este sello de correos se ha utilizado exclusivamente con fines docentes y divulgativos sin ánimo de lucro.