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Uno de los retos es el desarrollo de fármacos con menos efectos secundarios.
El origen de la anestesia moderna tuvo lugar hace más de 150 años en un circo de Boston. Hoy, a pesar de emplearse millones de veces cada día, su mecanismo de acción permanece desconocido y las teorías generales que pretendían explicarla han caído recientemente. Los expertos reclaman mayor investigación para mejorar el cuidado de los pacientes.
La historia de la anestesia comienza con un desastre personal y un gran triunfo colectivo. Un día de 1844, Horace Wells, un joven dentista estadounidense, decidió acudir a un circo ambulante que pasaba por Boston. Una parte del espectáculo se basaba en el óxido nitroso, el gas de la risa, y en todo lo que era capaz de provocar en los inocentes voluntarios. Algo inusual sucedió el preciso día en que Wells acudió: uno de los participantes tropezó mientras corría alocado y feliz por el escenario, y se hizo un profundo corte en la pierna. Fue entonces cuando ocurrió un hecho fundamental: lejos de detenerse o gritar, continuó corriendo y riendo poseído por el momento, como si nada hubiese pasado, como si el corte hubiese sido un sueño pasajero y de inmediato olvidado.
Claro que, si fundamental fue la caída, no lo fue menos la atención selectiva del dentista Wells. Ese gas podía ser la solución al sufrimiento de sus pacientes. Habló con Gardiner Colton, el responsable del espectáculo y químico de formación, y, tras inhalar una dosis de óxido, se dejó extraer a sí mismo un diente. Y no sintió dolor, aseguró.
Es probable que ahí mismo naciera la anestesia moderna, aunque Wells apenas llegaría a verla. Tras probar con éxito el óxido nitroso en otras personas, fue llamado para una demostración pública en el Hospital General de Massachusetts (MGH, por sus siglas en inglés). Pero algo fue mal. Justo cuando empezaba a extraer una muela al elegido, este comenzó a agitarse, dando gritos desesperados. No se sabe si fue un error en la dosis o quizás en la administración. Tres años después, humillado, retirado y alcoholizado, Wells se suicidó.
Así que apenas pudo ver cómo su colega y amigo William Morton continuaba la investigación, aunque con éter, en vez de con óxido nitroso. Morton también fue invitado al MGH y, a diferencia de Wells, sí triunfó. No pudo ver que, años más tarde, el propio Gardiner Colton, el químico del circo ambulante, se asoció con otro dentista y demostraron también la eficacia del óxido nitroso; que luego vendrían el cloroformo, el halotano y el más reciente y más inocuo isofluorano; que paralelamente se desarrollarían los anestésicos intravenosos: los opiáceos, los barbitúricos, el propofol y los relajantes musculares. Hoy todavía, el mecanismo de acción exacto de todos ellos permanece aún desconocido.
Una combinación compleja y misteriosa.
Hay quien, con pragmatismo, todavía define a la anestesia como “el procedimiento por el cual se produce un estado en el que la cirugía puede ser tolerada”. Pero en general se exige que debe incluir al menos estos requisitos: producir amnesia (incapacidad de recordar lo sucedido), analgesia (suspender la sensibilidad ante el dolor), hipnosis (inconsciencia) e inmovilidad.
Como afirma la médica Luzdivina Rellán, anestesista en el Hospital de A Coruña, “actualmente se usa una combinación de fármacos, que pueden variar ligeramente, pero que suelen utilizarse en un orden ya preestablecido”. Primero, anestésicos intravenosos: el propofol (un sustituto moderno de los barbitúricos) para sedar al paciente; un analgésico como el fentanilo (sustituto moderno de la morfina) y un relajante muscular. Solo entonces comienzan a utilizarse los anestésicos inhalados, versiones actualizadas del éter y el óxido nitroso, que “se mantienen durante prácticamente toda la intervención, ya que permiten sostener la anestesia de una forma muy eficaz, y producen un despertar más rápido que los intravenosos”.
La combinación de fármacos permite reducir las dosis de cada uno de ellos y así limitar los efectos secundarios. Sin embargo, la mayoría –por diferentes que sean– llegan por sí solos a producir todos los efectos necesarios en una anestesia. Por eso, ya poco tiempo después de Wells y Morton, se empezó a pensar que había un mecanismo único, un efecto difuso y central que explicaba todas sus acciones. Un pensamiento que ha llegado casi hasta hoy.
¿Pero por qué funciona?
Ese mecanismo único, que se persiguió con ahínco, tomó el nombre de ‘teoría lipídica’. Parecía haber una gran correlación entre la potencia de los anéstesicos y su solubilidad en aceite. Por ello se admitió que los fármacos se disolvían en la membrana de las células nerviosas –formada por una doble capa de grasas–, y una vez allí alteraban su funcionamiento global y daban lugar a toda la plétora de efectos de la anestesia general.
La teoría se convirtió en un paradigma. Como afirma Misha Peouansky, profesor de anestesiología en la Universidad de Wisconsin, “los paradigmas deben probar que tienen cierta utilidad en algún momento para llegar a aceptarse, pero con el paso del tiempo y sin que se produzca una evolución, también pueden obstaculizar el pensamiento creativo”. Por eso, él mismo se pregunta: “¿La búsqueda de un mecanismo único para la anestesia ha sido fruto de un acúmulo progresivo de conocimiento, o ha sido simplemente el resultado de un implícito, subconsciente e inflexible paradigma?”.
Más bien esto último. Pasó más de un siglo hasta que se demostró que hay cambios en la temperatura que también alteran las membranas celulares, pero no producen anestesia. O que los anestésicos podían actuar sobre proteínas específicas inmersas en la propia membrana de las células nerviosas; un hallazgo que supuso una revolución.
La patada final a la única teoría aceptada.
En los últimos años las pruebas en contra de la teoría lipídica se fueron acumulando, pero sin llegar a refutarla, hasta que un nuevo y reciente estudio puede haberle dado la estocada final.
Investigadores del Departamento de Anestesia del Weill Cornell Medical College, en Nueva York, se propusieron determinar con precisión si los anestésicos alteraban la membrana celular. Para ello aprovecharon las propiedades de la gramicidina, un antibiótico muy peculiar que se inserta en la membrana y permite el paso a su través de iones como el sodio. Al alterar el equilibrio celular, provoca el efecto antibiótico, pero su molécula es muy pequeña, por lo que no llega de extremo a extremo de la membrana.
Para actuar necesita que se unan dos proteínas entre sí, formando un canal para el paso de los iones. Y esa unión se produce más fácilmente si algo actúa sobre la membrana, distorsionando su estructura original. Algo como lo que, en teoría, un anestésico haría.
Pero no. Cuando los investigadores analizaron el comportamiento de los canales en presencia de uno de los anestésicos más utilizados, el isofluorano, los canales de gramicidina se mostraban del todo indiferentes a su llegada. Y eso confirma que la teoría lipídica, la que se había propuesto como única, ni siquiera es real. Así lo piensa el doctor Uwe Rudolph, jefe del laboratorio de Neurofarmacología en la Universidad de Harvard: “La idea de que los anestésicos funcionan uniéndose específicamente a determinadas proteínas en lugar de hacerlo de forma más difusa con los lípidos ha venido consolidándose en los últimos años”. Este último estudio “es una buena gran evidencia de esta idea”, aclara a Sinc.
Sin embargo, el hecho de que la teoría se descarte no significa que se haya identificado el mecanismo exacto. Se ha visto que los anestésicos inhalados actúan como una llave maestra sobre más de 30 receptores diferentes, y que presentan sensibilidad dispar en distintas regiones cerebrales, aunque no se conoce cuáles median para cada uno de sus efectos.
Piropos a la anestesista.
Otros que parecen más específicos, como el propofol y los opiáceos, tampoco han sido descritos con exactitud. El primero, por ejemplo, se une en gran medida a los receptores GABA –sobre los que actúan gran cantidad de ansiolíticos– y permite el paso de cloro, lo cual inhibe la señal. De hecho, el propofol funciona como ‘suero de la verdad’, provocando un efecto transitorio de desinhibición. Un efecto que, como cuenta la doctora Rellán, hace que los jóvenes que se despiertan de la anestesia a veces le pidan un beso y le hablen de sus ojos.
Pero las regiones cerebrales implicadas no se conocen a ciencia cierta, y otros receptores también parecen sensibles. Más aún, aunque la mayoría de los anestésicos disminuyen la actividad neuronal, hay otros, como la ketamina, que llegan a producir inconsciencia sin disminuirla. Preguntado por las posibles razones de estas incertidumbres, Rudolph, humilde, reconoce que no tiene “una buena respuesta”. Y añade: “El problema puede ser que aún no entendemos suficientemente la consciencia. Eso nos impide comprender la anestesia”.
Mejorar la calidad de la anestesia en los hospitales.
Descifrar sus mecanismos serviría para mejorar la calidad de la anestesia en los hospitales. La doctora Rellán lamenta que la investigación en “este campo no parece ser especialmente activa”. Por ejemplo, “se acaba de ver que el remifentanilo a dosis altas, a pesar de ser un analgésico, provoca mayor dolor posoperatorio, y no sabemos por qué”. De hecho, “la única novedad en los últimos años ha sido la aparición un ‘antídoto’ de los relajantes musculares, que permite disminuir su acción cuando su efecto es mayor que el requerido, pero serían deseables nuevas mejoras”.
Entre ellas, estarían el desarrollo de fármacos que “produjeran menos náuseas y vómitos posoperatorios, algo que sigue sucediendo con frecuencia y que perjudica y alarga la estancia hospitalaria” –agrega Rellán–. Y, en general, de anestésicos con una ventana terapéutica mayor, esto es, con una distancia más grande entre las dosis adecuadas y las tóxicas, que ahora mismo es bastante estrecha.
Buscando soluciones como zahoríes.
Un intento reciente de encontrar nuevas soluciones lo han llevado a cabo en los Departamentos de Anestesia y Farmacología de la Universidad de Pensilvania, en EE UU.
Para ello no les ha quedado más remedio que hacer de la necesidad, virtud. Como ellos mismos afirman, “la gran dificultad estriba en que no se conocen con exactitud las dianas sobre las que actúan los anestésicos”, y por ello decidieron actuar como rastreadores zahoríes. Aprovecharon que una gran parte de los anestésicos parece unirse con facilidad a la apoferritina, una proteína captadora de hierro. Así, analizaron más de 350.000 compuestos para ver cuáles eran los que más apetencia tenían por la proteína. Después, probaron los dos en teoría más potentes en ratones de laboratorio. Y parecen funcionar.
Es un trabajo empírico, quizás no el más elegante, y aún pasará tiempo hasta saber si alguno de estos compuestos puede utilizarse en los quirófanos. Pero es una puerta que se abre.
Entre las mejoras deseadas no solo está el desarrollo de nuevos fármacos. Otro de los avances que propone la doctora Rellán es poder monitorizar el efecto para ajustar las dosis con mayor precisión. De ese modo se podrían reducir los efectos secundarios. Sería algo parecido a las herramientas que ya existen para determinar el grado de relajación e incluso el de hipnosis, que han hecho prácticamente anecdóticos los angustiosos despertares intraoperatorios, en los que el paciente oye lo que sucede a su alrededor pero es incapaz de moverse o de hablar.
Porque es indudable que muchas cosas han cambiado desde la visita al circo de Wells. Pero la historia de la anestesia, en especial en los últimos años, no ha dejado de ser una suerte de Aquiles corriendo contra la tortuga. Algo más cerca cada vez, pero con la sensación de estar aún irremediablemente lejos.
Fuente: SINC
Jesús Méndez | | 04 julio 2015 08:00
Figura: Actualmente se usa una combinación de fármacos, que pueden variar ligeramente, pero que suelen utilizarse en un orden ya preestablecido. / Fotolia
Categoría: Biomedicina y Salud. Ciencias Clínicas.
Noticia procedente del Servicio de Información y Noticias Científicas (SINC). http://www.agenciasinc.es/
Publicado por el ACDC el 07Jul2015.
Enviado el Martes, 07 julio a las 10:11:23 por divulgacioncientifica (3092 lecturas)
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